martes, 20 de abril de 2010

Corre, escápate con él.

El verano me sonreía, me miraba de cara, iluminaba mi rostro y hacía brillar mi mirada. Las vacaciones nacían el día de mi cumpleaños. Imposible mejor regalo que despedirme de las aulas, su olor a sudor, su angustioso oxígeno suministrado a cuentagotas y sus interminables horas. Quería alejarme de la ciudad, del ruido que ya casi se hacía ocupa en mi cabeza y del estrés matutino y el sueño que me hacía arrastrar hasta el anochecer.
Marchamos al norte, donde el frío es gélido y el calor sofocante.
Cuando llegé no podía asimilar tanta belleza, pensé que eso solo existía en las películas de fantasía. Campos y campos verdes, praderas que se alargaban hasta el horizonte, montañas inmensas y picos blanquecinos por la hermosa nieve. Parecía todo perfecto allí, y lo era.
Aquella misma noche un festival de música animaba al pueblo. La luna parecía bailar al mismo son que el gentío. Las estrellas trabajaban de faroles aquella noche y los grillos y a lo lejos los cencerros del ganado, hacían que la oscuridad brillara como un brillante día de primavera.
En el concierto, demasiada gente, pero pocas personas, nosé si me entendéis.
Pero entre la multitud una mirada. Unos oscuros ojos que me observaban, y ante su profundidad y mágia quedé inmóvil en el eje del baile, mientras la masa de gente giraba a mi alrededor. En aquel momento perdí el reloj, el tiempo se esfumó, y me abandonó sin hora en el paraíso. En aquel instante olvidé mi voz en otro pueblo, en mi ciudad tal vez. No recordaba hablar, ni gesticular, ni moverme, ni siquiera parpadear.
Mi hermana, sin percatarse de que por mucho que estubiera mi cuerpo allí, mi mente había decidido bailar en solitario, me agarró del brazo y me obligó a bailar. Entonces regresaron mis sentidos, mi cabeza se amuebló y entre nota y nota perdí mi cielo, mi nocturno cielo, oscuro y a la vez brillante.
Los siguentes días los pasé entre recuerdo y recuerdo, entre aquella mirada y el vacío que me produjo, o tal vez me lleno tanto que me sobraba todo lo demás.
Tan solo iba a pasar allí siete días, y ya llevabamos tres y seguía sin volverme a cruzar con él.
Al cuarto día, en el río, algo se clavó en mi nuca, y sin llegar a pensarlo siquiera me giré, y busqué, y encontré. Allí estaba de nuevo, mirándome desde el agua. Intenté no prestarle más atención de la necesaria, y cuando estaba a punto de poder estar más de cinco segundos sin dirigirle la mirada, escuché una voz. Ténue, suave y a la vez exitante. Una voz que me hizo estremecer y desear sin más enmudecerla con un beso.
Se presentó, sin saludos ni nada, y su nombre también me encantó. Me dió dos besos y sus mejillas rozaron más de la cuenta las mías. Me sonrogé y sonreí. Después las horas volvieron a alejarse de mí y pasaron efímeras. Cuando quise darme cuenta debía volver, así que quedamos la mañana siguiente en el mismo lugar.
Esa noche apenas pude conciliar el sueño. Su recuerdo mataba a morfeo.
Cuando llegué me estaba esperando, sonriente, espectante, como siempre me observaba. Me mostró todo lo que conocía de su pueblo, sus ríos, sus cuevas, sus cascadas, sus sitios favoritos. Cada segundo que pasaba, él penetraba más y más por cada poro de mi piel. Me sentía empapada por su fragáncia, por la melodía de su voz y su forma de sonreir. Los días pasaron rápido, demasiado. Y nuestra relación también. Hicimos el amor, la sexta noche. Fue despacio, estremecedor e inolvidable. Pasamos toda la noche juntos, sentía que lo conocía casi mejor que mi propia vida.
Sí, todo en aquel lugar era perfecto. Él.
Se acabó la noche, se acostó la luna y amaneció el sol. Lo odié. El tiempo y él se habían aliado para separarnos, y los maldije a ambos.
Quedaban escasas horas para separarme de él, y tal vez no verle jamás.
Tuve que ir a casa, para preparar el equipaje. Quedé con él, en el sitio donde hablamos por primera vez, donde nos conocimos. Él me esperaría allí, escaparíamos juntos, o tal vez, almenos, nos despediríamos como merecíamos los dos. Amándonos.
Cuando quise darme cuenta ya teníamos que marchar. Mi madre me prohibió alejarme de nuestra casa. Y mi padre entre riñas y gritos me metió en el coche.
No tenía su télefono, ni su dirección, ni siquiera sabía si vivía allí, o volvería otro verano.
Pataleé y lloré, pero de nada sirvió.

Desde entonces, cada año, vuelvo a aquel lugar, a esperarle.
Me siento frente al río y recordando, acompañada tan solo de lo que queda de él en mi cabeza, espero y espero.
Deseo con todas mis fuerzas volver a verle sonreír, o que su mirada recorra todo mi interior.
Ansío el momento en que su voz, por mi espalda, susurre mi nombre. Y bucear de nuevo cogida de su mano, y hacer el amor en la orilla de aquel río, y recorrer prados corriendo tras él...
Pasaron ya los años, y mis manos ya no son tan jóvenes, ni mi rostro tan bonito.
Mi pelo perdió su brillo y mis ojos entristecieron, pero dentro de mi sigue vivo y joven aquel amor. Aquel amor que me hizo volar sin alas, que me hizo desaparecer entre la multitud.
Cada año sigo esperando al amor de mi vida, y cada año vuelvo a casa en soledad.



El verdadero amor es aquel que perdura más tiempo que nuestro propio cuerpo y mente.
El verdadero amor es aquel que ni el tiempo ni el olvido pueden matar.
Que sigue vivo para siempre.

¿Porqué dejarlo escapar? Corre, escápate con él.

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