jueves, 18 de marzo de 2010

Fin


El día se despertó oscuro, noche.

La luz se había escondido, todo era lúgubre y triste.

Una sensación de pesadez, de angustia invadía mi cuerpo. Solo deseaba que las horas se ahogaran en la prisa y que pasara todo aquello. Sentir mi cuerpo de nuevo mío y no notarme agotada y derrotada.

La llamada llegó justo en el momento adecuado. Antes de descolgar un escalofrío recorrió mi espina dorsal. La voz era llorosa, podía casi escuchar las lágrimas corretear por su mejilla, peleando por llegar antes hasta la barbilla y quebrarse de un golpe en el suelo.

La noticia no era feliz. Lo sabía. El día me lo había anunciado,el escalofrío me lo había recordado.

Todo apuntaba a que la tristeza rellenaría las largas horas del día.


Colgué. El silencio se hizo mi compañero y la sensación de vacío, de derrota,de final alegó ser mi mejor amiga. Quede muda. Silencié y lloré. Creo que no era por añoranza, por el dolor de una pérdida, simplemente, creo, que era por el echo de que otra vida más se marchaba, sin decir nada, sin avisar. Se alejaba para no volver, abandonándonos en este mundo, cruel y malvado. Nos debajaba solos, acompañados tan solo de personas, de multitud, ruido y luces. Se iba y no decía adiós, simplemente marchaba.


Después tampoco fué tan mal. Los minutos se apiadaron de mí y me dejaron marchar pronto de ese fatídico día. La verdad es que me regalaron sonrisas y llamaron al olvido para que viniera a visitarme. Él lo hizo. Y pude sonreír.


Al día siguiente sabía, que tenía que enfrentarme. Debía ser fuerte.Llegó el momento y una sensación de agonía y asfixia me robó mi cuerpo.


Tampoco tenía tantos recuerdos de él. Tampoco lo quería tanto como para morir de pena. Pero sentía un pesar en el pecho, un...algo, que no me dejaba respirar profundamente.

A mi cabeza venía la Navidad, la cena de Noche Buena y su rostro al final de la mesa, riendo y bromeando, junto a los suyos, feliz. De nuevo sentí pena, pero esta vez, pude controlar mis lágrimas, y mordiendo mis labios les pedí que se quedaran donde estaban, que no saliesen ni rozaran mi piel. Me obedecieron.

Las campanas golpeaban una y otra vez, como sus recuerdos en mi cabeza. Incesantes y prnunciados, insistentes y agresivos.

Al entrar en la iglesia, se respiraba un ambiente hostil, silencioso y a la vez tan y tan ruidoso, repleto de silencios que gritaban hasta quedar afónicos la pena que no les cabía dentro. El frío se adueñó del lugar y por un momento casi temblé.

La gente se miraba sin mirar. Las paredes repletas de dibujos. Cristos y virgenes rodeándonos, sentí miedo. Pánico de que la gente creyera en aquellos estúpidos fantasmas. Me senté al lado de mi familia. Y de repente todo el mundo se alzó. Y cuando mi mirada estaba lo suficientemente alzada, quise no poder ver.

Ahí estaba. El ataud.

Él iba dentro, ¿como cabía ahí? Yo me asfixiaba tan solo de ver la madera, de ver la caja rodeada de flores. Intenté no mirar, me aconsejaron que no lo hiciera. Pero no pude remediarlo, y miré, y lloré después. Las lágrimas ya andaban como por su casa, paseaban por mi rostro sin vergüenza. Yo las secaba una y otra vez. Pero las malditas volvían, aunque cada vez con menos fuerza e intensidad.


Más tarde, tras sentarnos y levantarnos a capricho del sacerdote, salimos de allí. La gente se acumulaba en la puerta, como si de conseguir las últimas entradas de un concierto se tratara. El agobio se subió a mi espalda. No podía hacerlo bajar. No pude despedirme de él desde cerca, tan solo desde mi cabeza, desde mi corazón, desde su recuerdo en mi mente. Tampoco pude dar el pésame a nadie.

El mundo volvió a desaparecer, para aislarme entre la gente amontonada y hacerme pensar.

Que rápido tenemos todo, dominamos nuestra vida y lo perdemos en un instante. Alguien viene y se lo lleva, nos aleja de lo de siempre y quedamos en la nada, flotando, recordando y deseando olvidar. Sin más.

Volví a la tierra cuando me comentaron de ir al cementerio. Volvió el escalofrío a recorrerme, se vé que me echaba de menos.


Ya habíamos llegado cuando caí en al cuenta de que el día había pasado volando, y que todavía quedaba lo peor, abrazarlos a ellos, a los que habían perdido un trozo de vida. Temía por ese momento, por derrumbarme, por ellos. ¿Que decir? ¿Que hacer?


El cementerio era un desierto de lápidas. El césped era verde intenso y el sol iluminaba cada uno de los recobecos del lugar. Apesar de lo que era, un sitio de descanso eterno, repleto de cuerpos inmóviles, atrapados, solitarios, me gustaba. Era tranquilo, tal vez un lugar para pensar, para escribir.

Entramos en el crematorio, allí estaban todos. Deambulando, perdidos, náufragos.

Ella, abrazó a toda la gente que andaba dando vueltas sin dirigirse a un final. Nos dejó a nosotras para lo último. Corrió en nuestra dirección, y nos abrazó como no recuerdo que lo hiciera nunca. Las lágrimas surgieron,no pude controlarlo. Mojaron mi rostro, el suyo, mis manos, las suyas, su ropa, la mía. Los sentimientos salieron a golpes de mi pecho, arramblando con todo lo que llenaba la sala, introduciéndose en ese abrazo y haciéndolo durar unos minutos.
La gente que vagaba nos observaba, perpleja.

Acabó aquel instante y deseamos marcharnos de allí otra vez. Ya habíamos demostrado los sentimientos, aflorado el corazón, no teníamos nada más que hacer.

Nos marchamos. Sentí un gran peso alejarse de mí, bajar de mi cabeza y quedarse en aquel tranquilo y silencioso lugar. Sonreí sin saber por qué.

Allí acababa todo, el sufrimiento de toda una vida, el cansancio, la desesperación.


Allí finalizó todo, una historia, esta historia, su historia.

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